26 GORDAS Y UN GUATON
El gordo se encuentra, como todas las mañanas desde hace dos años, sufriendo para ponerse los calcetines. Ya intentó los métodos conocidos, ahora apela a su creatividad. Aún así, apenas alcanza con sus dedos la punta del dedo gordo del pie. Desinfla la guata y, al tercer intento, logra meter la mitad de su calcetín en el extremo de su pie derecho. Tira con fuerza el borde hasta que sube a la altura del tobillo. Suspira ruidosamente y se prepara a pelear con el pie izquierdo que generalmente le resulta más difícil de encalcetinar, pero ya sabe que su estómago es el principal obstáculo. Después de varias desinfladas, suspiros y garabatos logra ponerlo en su lugar.
¡Y todavía me faltan los zapatos y los cordones! - Exclama desesperado. ¿Hasta dónde voy a llegar con tanto kilo acumulado? - Se pregunta lleno de angustia.
Resulta evidente que nuestro gordo está a punto de entrar en estado de pánico. En ese instante se acuerda de un médico homeópata o naturista dedicado al desengorde que le recomendaron. Busca los datos que anotó en un trozo de papel. Con la prisa no recuerda donde lo dejó. Al fin, sudoroso y enojado consigo mismo, lo encuentra arrugado y descolorido en el fondo del bolsillo de su camisa.
Su consultorio está cerquita de la pega - comenta dichoso.
Sale de su casa a las siete de la mañana. Con cierta dificultad trepa a su autito y parte a toda máquina a cambiar su destino. La felicidad que antes se hallaba estrictamente distribuida entre sus mandíbulas y su lengua paladeante, parece que hubiera cambiado de lugar porque cada masticada lo aleja drásticamente de la alegría.
Estaciona su vehículo. Desciende y con un caminar oscilante y temeroso se dirige a la dirección recomendada. No tiene dificultad en dar con ella. Entra al recinto como quien llega sin invitación al Paraíso perdido. En el consultorio se encuentran una docena de mujeres sobreenkiladas, igual que él, y una cabra flaca sentada tras de un escritorio. La flacuchenta le pide ciertos datos personales - nombre y domicilio - y con actitud desdeñosa le indica que debe entrar después de “esa señora de azul”. La referida agacha la cabeza haciéndose la disimulada, como si no fuera con ella el asunto.
Pasan cuarenta minutos y el doctor no llega. En la consulta se encuentran 26 gordas y nuestro guatón en tensa espera. En ese instante aparece en escena, delgado y satisfecho, el rey del desengorde. Las dos toneladas y media de impaciencia expectante se agitan ansiosas. Con mirada calculadora el médico analiza la demanda y ordena a la “asistente”:
- ¡Pásame a las ocho primeras, por favor! - y desaparece tras la puerta de su privado.
- A ver... pasen las señoras... - Ordena imperativa la flaca mencionando ocho nombres de una agenda que esgrime en su mano derecha. Las nombradas, obedientes y lentas, desfilan hacia el privado y entran. Luego que ingresa la última gorda asoma la cabeza el médico y le indica a la delgaducha:
- ¡¡Pásame otras dooos!! - Después de la respectiva lectura, caminan las nombradas a la puerta.
- Nuestro guatón comienza a dar muestras de impaciencia. ¡Cresta! ¡A que horas voy a salir de aquí! - Piensa preocupado porque no avisó en el trabajo que llegaría tarde.
Tras veinte minutos de tensa espera, se abre la puerta y sale el desfile de gordas, cada cual con su paquetito de medicinas en la mano y con caras de “ahora sí la hago”. Ni tiempo tiene nuestro guatón de pensar en la velocidad de atención, cuando el veloz médico se asoma y busca con la mirada.
- Entre usted, por favor - Invita al guatón. Se levanta el indicado y bambolea su cuerpo hasta la ansiada puerta. El doctor se encuentra sentado tras de su escritorio. Agachado escribe en un papel. Sin alzar la vista, le pregunta:
- ¿Primera vez verdad?
- Esteeee... sí, sí - Tartamudea nervioso nuestro guatón.
Después de tamaña conversación el médico se dirige a una balanza que está a espaldas de nuestro amigo. Éste, resignado, porque debe usted saber que a los guatones no les gusta subirse a las básculas, se trepa en ella sin esperar mayores indicaciones. Ambos vuelven a su asiento. El médico apresuradamente le entrega unas pastillas, le proporciona algunas indicaciones por escrito y lo cita para la próxima semana.
- Son seis mil pesos - le indica estirando su mano derecha. El guatón paga y sale.
- Así como lo veo - comenta entredientes - este amigo se despacha entre diez a quince toneladas diarias. A sesenta pesos el kilo... ni hablar... los guatones deprimidos por nuestra gordura somos un negocio redondo.
ROLANDO GONZALEZ ALTAMIRANO
(desde México)
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