En esta época el viento se lanza alocadamente galopando cuesta abajo por la falda de los cerros de Valparaíso. Diablillo travieso arremete indiscriminadamente contra los paseantes descuidados. Un sainete compuesto de hojas, papeles sucios y tierra lo acompaña en su vertiginoso descenso, mientras las ramas de los árboles celebran ruidosamente las ocurrencias y cambios de dirección del aire enardecido.

En pleno centro del semicírculo que rodea al puerto, el viento parece estar dotado de una inteligencia propia. Es hermoso verlo cuando aparece aullante en la cumbre del cerro Bellavista, agita con fuerza los eucaliptos gigantes que coronan las alturas como si fueran las greñas de un gigante frenético. Enseguida, en cuestión de segundos, baja cual torrente por todo lo largo de la calle Ferrari. En la parte más baja de la ciudad, la avenida Colón lo recibe mansamente en su embestida juguetona. Pero el viento, no conforme todavía con sus manifestaciones de júbilo, incursiona en la Plaza "De la Victoria", abraza y mesa los cabellos de los jóvenes que lo esperan sentados en las bancas que esquinean la plaza y que lo instan para que cometa sus travesuras con las faldas de las muchachas.

El viento, macho al fin, no se hace de rogar, remolinea paciente entre los muchachos hasta que observa una parvada de chiquillas que se asoman jubilosas por la avenida Pedro Montt. Insolente se desliza a ras del suelo y, cuando las ve más confiadas, salta intempestivamente sobre ellas alzando las faldas hasta la misma cabeza de las incautas. Casi simultáneamente, mientras ellas insultan indignadas al viento cómplice de los mirones, se escucha entre el bullicio de las ráfagas de aire un brioso y entusiasta aplauso de los muchachos que esperaban el encanto..

Ya satisfecho su instinto bufón, el viento cobra nuevos bríos y vertiginosamente se avienta al mar coronando de blancas espumas las olas azul oscuro del atardecer porteño.
 

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