DEBUT Y DESPEDIDA.

Hacía frío como se esperaba en esos días de invierno, cuando las tres iniciamos el descubrimiento de las callecitas de Buenos Aires, el ambiente pedía acción en aquella tanguería, y los sones del Taquito Militar, decían que se necesitaba “amar la vida para sentir esa milonga” y yo amaba la vida. Julia y Pamela con sus polleras ceñidas, de un exquisito raso negro, daban languidas miradas entre el humo. Era fabuloso estar en un lugar así y hacer lo que quisiéramos. Pamela tenía en sus manos ese calor que la delataba. En cierta ocasión, Roberto, allá en Chile, le había dicho al saludarla “ay, chiquilla, que calorcito tan insinuante tienen tus manos y tu mirada está que fulmina”. Así se sentía en ese momento. Los tangos y las milongas la enardecían y sus pies se movían solos.

La mesa donde nos ubicamos, daba a un ventanal de grandes vidrios empañados. Pamela había dibujado un gran corazón atravesado por una flecha, que se deshacía lentamente.

Alto, buenmozo y con ese peculiar desplante anrgentino, se presentó el fulano. “Que dicen la pibas tan solitas. ¿Dibujando corazoncitos?” dijo. “Aquí un humilde servidor para lo que gusten mandar. ¿Ustedes son chilenitas?” agregó. “¡Jesús!”, dijo Pamela “¡todavía quedan!”. “¡Y claro que quedamos!.” Dijo el argentino. “¿Bailamos este tango? Atrévete, piba, atrévete. No te voy a comer”. “ Bueno, a eso vinimos” añadió Pamela y entró en la pista, enseñando tajo y pierna. Julia y yo reimos a más no poder. ¿De donde le salían esos bríos a Pamela?.

La noche es joven, dicen y claro que lo era. El hombre dejó a Pamela para continuar conmigo, en donde María, La Puñalada, La que Murió en París, Tarde Gris, amenazaron con hacerme perder el juicio. Veía a mis amigas girar a mi alrededor con expertos bailarines, mientras mi acompañante ya pasaba del acercamiento a los hechos, pensé, cuando ya no podía respirar y su cuerpo varonil perdía decencia. “Oye, que te perece que paremos aquí, estoy que no puedo más de cansada”, le dije.

Ya muy entrada la noche, más bien de madrugada, regresamos al hotel, confusas y tal vez, un poco mareadas, pero felices. “¡Qué noche inolvidable!”, dijo Julia, abriendo su bolso, para exclamar a continuación “¡Me faltan trescientos dólares!”. “¡Madre!” añadió Pamela buscando su bolso “¡A mí me falta la chequera!. ¿Y ahora qué haré?” Yo las miraba petrificada, sin atreverme a abrir mi cartera, pero luego, pensando que lo comido y lo bailado no me lo quitaba nadie, me decidí y la abrí. Casi me muero de alegría, todo estaba en su lugar, chequera, billetera, tarjetas de crédito. El argentinito sólo me había robado el corazón y ¡que bien bailaba el tango!.
 
 

VECA
 
 
 
 

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